
El problema del sureste Asiático es que todo parece acomodarse deliciosamente al ritmo que uno lleva, de manera que de un momento a otro uno echa raíces, establece afectos, se acostumbra a las transacciones tranquilas, al olor del árbol de frangipani, a la vista placida del rio Mekong, a las serenas plantaciones de arroz y a los estanques cubiertos de flores de loto. Y cuando uno empieza a disfrutar de esta suerte ya tiene que ir rehaciendo la maleta, porque es hora de irse.
A regañadientes fue que hicimos las maletas en Luang Prabang (Laos) y volamos a Cambodia. Llegamos a Siem Reap al hotel de una pareja británica. Antes de apresurarnos por conocer los templos de Angkor Wat nos dimos un día para disfrutar de esta pequeña ciudad determinada por hordas de turistas.


Los templos son magníficos, nos compramos un tiquete de tres días para poder recorrerlos bien y un amable señor de un rickshaw nos llevó de templo en templo durante dos días. Para la tarde del segundo día yo ya había tenido mi dosis necesaria de ruinas y me quede en el rickshaw haciendo la siesta mientras Oisin y Gareth exploraban solos. Como frente a otros lugares monumentales los recursos de mi imaginación fallan al intentar especular acerca del tipo de vida que se llevaba en estos sitios, pero los portales enormes, las caras gigantescas talladas en piedra, los pasadizos que conectan galerías, los lugares ceremoniales, y el detalle meticuloso de cada pieza sugieren un tejido complejo de relaciones sociales. Es curioso imaginar que cuando Angkor Wat sostenía cómodamente a una población de más de un millón de habitantes, Londres apenas contaba con escasos trienta mil. Cada piedra cuenta historias, explicitas o tácitas del paso del tiempo y es un gusto ver que este lugar se ha mantenido firme y bien conservado.
De Siem Reap viajamos a Phnom Penh, capital de Cambodia, donde los estragos de la guerra están todavía presentes. Afortunadamente Cambodia ha documentado la tragedia como parte de su deseo por reconstruir la memoria después de la devastación de la guerra civil. Una vez más hago comparaciones con mi país, y creo firmemente que es indispensable – para la sanidad colectiva – hacer ese ejercicio de documentación, entender donde está cada muerto, saber quién disparó cada bala, no tanto para elaborar rencores como para empezar a hacer un mapa coherente del tejido político de esa nación hecha de retazos. Visitamos el macabro museo del genocidio y uno de los campos de aniquilación y aunque son lugares tétricos lo enfrentan a uno con la realidad absurda de la guerra y permite ponerle rostros a las cifras.
Pero además de darnos una idea de lo que fue el conflicto en Cambodia, nuestra visita a Phnom Penh también nos permitió descansar un poco y planear nuestra visita al sur donde llegamos para unas merecidas vacaciones de playa. Inicialmente queríamos pasar unos días en el sur de Cambodia y regresar a Tailandia y pasar otros días de playa allí, pero después de llegar a Otres nos dimos cuenta que no hacía falta buscar más playas, habíamos llegado al lugar que queríamos.

Si salir de Laos nos costó trabajo, salir de Otres beach nos dolió, pero salimos un jueves, dejando atrás ese maravilloso lugar y su gente tan desinteresadamente generosa y empezamos el camino de regreso a Tailandia con la promesa del mercado de Chatuchak para el fin de semana.